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JALA, NAY.

Don Miguel Contreras tiene la voz al mismo tiempo que tem­blorosa, llena de armoniosos matices.

Sonríe don Miguel y titubea. Vuelve a sonreír y contesta con los dejos inciertos de su voz a cuantas preguntas le hacemos.

Media mañana del caluroso estío. Un sol a plomo incandescía los purísimos enjalbes y las golondrinas iban rondando casi al ras de los empedrados de la calle.

Don Miguel tiene una de las mejores tiendas del lugar y como a esta hora no suele pararse un solo cliente, se pasa él las calurosas eternidades de la mañana, dormitando plácidamente en su equipa.

Tiene el equipal dispuesto fuera del mostrador y desde ahí do­mina la amplitud de la calle. A veces llega, no sabe uno de dónde, un suavísimo viento a aligerar el bochorno del sol.

– No queríamos interrumpir su tranquilidad; nos ha parecido tan envidiable su sosiego.

–  En verdad, mucho sosiego, pero sin centavos.

– Unas horas de reposo cuentan mucho y usted estaba disfru­tando…

– Los centavos también cuentan. Si viera cómo está muerto todo esto.

Don Miguel se ha levantado gentilmente y se ha ofrecido a ser­virnos. Ha advertido que somos extraños en este pueblo y ha querido brindarnos toda la atención que requiramos.

En realidad no teníamos nosotros ningún antecedente acerca de la población. Un letrero a filo de carretera en el tramo de Tepic a Ixtlán, nos tentó a llegar a Jala tomando la desviación de unos cuan­tos kilómetros.

Nos sedujo la imponente majestad de esa montaña de lava apa­gada que es el Ceboruco y pensamos que entre sus faldas podrían en­contrarse paisajes diferentes.

Así, como escondido entre los repliegues de la montaña, agaza­pado al pie de aquella mole impresionante, está el pueblecillo.

Se advierte desde luego la antigüedad, el señorío, la limpieza y gracia que ofrece este pueblo a la sombra del dormido volcán.

Hay casas de arquitectura trazada con elegancia, y las hay tam­bién sencillas pero marcadas por una dignidad centenaria.

Por las mismas calles y en la inmensa plaza, árboles de espe­cies tropicales, llenos de flores exóticas y estremecidos en la alga­rabía de muchos pájaros.

El aire es transparente, ahora cargado del vaho ardoroso que resulta de la intensidad calurosa del estío.

Nuestro encuentro con Jala ha tenido la emoción de lo ines­perado, la sorpresa de un descubrimiento.

Se lo decimos a don Miguel y don Miguel sonríe y titubea. Vuelve a sonreír y nos dice con el temblor de su voz, que sí, que el pueblo puede tener un aspecto agradable, pero que se sufren aquí muchas privaciones.

Mientras conversamos con don Miguel ha venido apenas un chi­quillo a comprar veinte centavos de hilaza.

Mientras cuenta las brazadas de hilo, nos guiña don Miguel un ojo y nos aclara: lo quiere para los zumbadores; estos muchachos no tienen juicio.

Vemos el gesto de don Miguel y vemos también la expresión satisfecha del niño. Baila en un pie y en el otro, mientras le despa­chan el pedido.

Los niños de los pueblos fabrican sus propios juguetes. Pero seguramente que llevan con ello un embeleso mayor que el que puede tener un niño en la ciudad al que le dan juguetes ya construidos.

Y platicamos más. Pedimos al señor que ya es nuestro amigo, nos cuente de las pasadas grandezas de Jala. El aspecto general del pueblo habla de un innegable nivel de importancia.

Sucede que no, que Jala nunca ha tenido nada de que presumir; que es un pueblo sin atractivos ni méritos de ninguna especie.

Así nos dice don Miguel con una entonación contrariada, la misma entonación con que nos ha hablado de la estrechez econó­mica, de la penuria en que viven estas gentes.

– Bueno, Jala ha tenido su fama. Ahora voy a decirles de qué se trata.

Que así fue. Él llegó a ver una revista editada en Rusia, donde se declaraba este singular hecho. Ahí daban datos técnicos y se hacían ponderaciones de este detalle que hizo que el nombre de Jala diera vuelta al mundo.

Dice don Miguel que era la cosa más común obtener mazorcas de medio metro.

– Así como lo oye. Claro que el medio metro se contaba desde la punta del olote hasta el pezón donde comienzan los granos.

Y recuerda todavía la imagen de los rancheros que entraban por esta misma calle, muy orondos en sus caballos, llevando a los tientos de la silla aquellas enormes mazorcas que llegaban abajo del estribo.

Todavía recogimos otra referencia a este propósito, un decir de las gentes que hacían participar a la Virgen en el tamaño de estas crecidísimas mazorcas.

Se venera con mucha devoción la Virgen de la Asunción, cuyo retablo en un templo de magnificencias arquitectónicas, tiene señala­dos esplendores.

La imagen de María ha sido puesta realmente en el viento, enme­dio de un cortejo de ángeles que se sienten efectivamente volando.

No son esculturas adosadas a un muro. Quienes construyeron esto, supieron dar tal levedad a las imágenes, que se siente el vuelo de sus ropas, el aire que van rompiendo en su elevación y ya parece que el devoto va a ver que se abren las bóvedas para que aquel con­junto trashienda el infinito azul.

Pues bien, decían las gentes que la Virgen en la posición de sus manos señalaba el tamaño que habrían de tener en cada temporal los elotes a punto de sazonar.

Así contemplaban arrobados de amor, por las fiestas del 15 de agosto, cuánta era la separación de las manos de la imagen: así o asá, más espaciadas o más juntas, y de ahí deducían la prodigalidad y las dimensiones del maíz.

Ahora pasó todo esto. Ya no hay aquellas mazorcas. La agricul­tura ha venido abajo. Las tierras están empobrecidas, las plagas han acabado con todo, las semillas se han degenerado.

Don Miguel piensa que ha influido mucho en todo esto la cues­tión ejidal. Las tierras repartidas no son trabajadas ahora con el esmero que se tuvo.

Lo dice con su voz llena de temblores nostálgicos y recalca el estado de pobreza del vecindario.

Hemos seguido recorriendo las calles del pueblo y hemos tenido en todas partes una sensación angustiosa de soledad.

Parece un pueblo deshabitado, las calles se quedaron solas, las puertas cerradas. No hay en nuestro recorrido una sola persona a la vista.

El sol lo llena todo, la fiereza de su fuego invade los rincones en un deslumbrador torbellino de luz.

El sol y los pájaros, los pájaros y los troenos florecidos de la plaza y los flamboayanes y las jacarandas que están doblándose con el peso de tanta flor y tanta luz.

Hemos llegado a la oficina del correo. Don Toño, el adminis­trador, se muestra obsequioso y cordial.

Dice que nada tiene que hacer en este momento y que por cierto le viene bien un rato de plática; tan tediosa y larga ha sido la maña­na…

Nos invita al corredor de su casa contigua y nos cuenta lo que él sabe acerca de Jala.

Hace alusión a un cierto lugar situado sobre la ladera de la mon­taña entre cuyos pliegues se asienta el pueblo actual. Hubo otro, está arriba. La gente identifica aquél como Jala la Vieja.

Ya no queda allí. Es un simple solar sin el más insignificante rastro de alguna edificación; pero la gente le sigue llamando de ese modo.

Acaso en tiempo de la conquista, nos dice don Toña, debió en­contrarse el núcleo de la población en aquella parte.

Aumentó el vecindario, les faltó el agua y tuvieron que venirse a este plan tan uniforme y quieto donde ahora se extiende Jala.

Antes habíamos escuchado una ingenua leyenda. Nos dijeron que al tratar de bajar a la gente para que hiciera sus casas en este sitio, una mujer se encaprichó en quedarse allá.

Había que hacer venir a aquella mujer, pues no era conveniente que una mujer sola se quedara allá.

Y los vecinos, unos a otros, se pasaban la comisión con estas palabras, dando al nombre del pueblo el sentido del verbo imperativo: haz venir, trae.

Don Toño, con datos que obtiene de sus funciones como admi­nistrador del correo, conviene en las condiciones de pobreza que existen aquí.

Dice que muchísimas gentes, apenas levantan sus cosechas de tem­poral, emprenden camino a la zona riquísima de Ixcuintla donde todos encuentran trabajo.

El pueblo se queda solo durante todo el tiempo de secas hasta que vuelve el temporal. Así resuelven las familias sus necesidades económicas.

Otra apreciable fuente de ingresos está en la huida de los bra­ceros. Hay muchísimos hombres que se van a trabajar al vecino país y ese constante envío de dólares, alivia mucho la situación.

Cuando había posibilidades de contratación legal, dice don Toño que se recibían al año unas mil cartas registradas, conteniendo indu­dablemente un envío de dinero.

Ahora que se ha cerrado la frontera, contra lo que pudiera creerse, se ha duplicado el volumen de estos envíos. Una situación ciertamente irregular, pero sin la cual estarían aquí en peor estrechez.

Entre las celebraciones características de Jala, nos habla don Toño de La Judea, que así llaman a una representación en vivo de la Pasión de Cristo.

Hay un señor, don Anselmo González, que ha tomado mucho empeño en la organización anual de todos los detalles, selección de personajes, vestimenta, escenario y parlamentos de la escenificación.

Hace recuerdos de algunos acontecimientos importantes y nos recuerda don Toño que él ha podido encontrar por aquí el dato sobre la última erupción del Ceboruco, que fue en 1862.

Dice que conoció todavía a un ancianito a quien habían tocado aquellas aterradoras escenas. Que al tratar de describirlas, se le que­braba la voz nada más de acordarse de los sustos que vivió el vecin­dario.

Fue cosa de ver aquel relampaguear de lumbre y el hervir de la lava que se levantaba hasta el cielo para derramarse por todos lados en un infierno de lumbre.

Aquella erupción, sin embargo, no perjudicó mayor cosa al pue­blo de Jala; casi toda la lava fue a vaciarse de aquel lado de la mon­taña acordonándose en impresionantes figuras de piedra hervida en la llanada por donde pasa la carretera que va a Tepic.

Aquí sólo cayó una capa gruesa de arena negra que envolvió todo el pueblo, cuyos moradores hubieron de abandonar sus viviendas rumbo a Jomulco, viejísima población distante de aquí no más de un kilómetro.

Y el volcán se quedó ahí, solitario en su majestad, sordo y dor­mido, como estas gentes agobiadas por el peso sofocante del medio­día.

Es ahora un viejo decrépito, lleno de arrugas, que se pasa los siglos oteando lejanías.

Tiene, con todo, una subyugadora grandeza, una impresionante majestad que nos tienta reiteradamente, nos invita con instancia a subir hasta su cumbre de basalto y obsidiana.

– Anímense de veras. Les aseguro que no se arrepienten. Desde arriba se contemplan distancias maravillosas. Nos alienta así don Toño en su amable despedida.

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